Espiral sin fin de Patricia Kanacri Reinés

─Otro trago, por favor –suplicaba Ignacio con voz pastosa y sílabas arrastradas al barman. Casi estaba echado sobre la barra. Un mesón que había perdido su brillo, testigo mudo de incontables Ignacios que se habían sentado en sus taburetes que ya no giraban. Ahora, solo crujían en el oscuro rincón del garito con una que otra mosca volando flojamente alrededor de la nada, solo por costumbre.

─Lo que pasa, amigo, es que ella ya no me quiere, me engaña, ¿sabe?  Estoy seguro. Siempre tan arregladita, maquillada. Si ni siquiera se le notan las arrugas. Dice que sale con las amigas, pero es mentira, va a encamarse con otro. Estoy seguro. La amiga, esa Mary, la pasa a buscar y después vuelve tan contenta que estoy seguro que se ve con otro.

El barman lo mira a través de sus ojos cansados, circundados de pacientes arrugas. Toma  el vaso, le coloca dos cubos de hielo y vierte en él un licor claro color miel de penetrante olor que propaga por el lugar.

─Vamos, amigo, este es el último, váyase a su casa. La vida es así y no le dé más cuerda al asunto, usted aun no es tan viejo. Ánimo

 Ignacio apura su whisky. Busca en el bolsillo, se enreda  en su propia vestimenta, hasta que logra sacar un puñado de sucios y arrugados billetes. Tambaleante y con los ojos vidriosos, camina hacia la puerta.

Mirna estaba hablando por celular, sentada en su sillón frente al televisor encendido con un tejido en su regazo. Cuando sintió la llave en la cerradura, su cuerpo se tensó. Era viernes y ella sabía perfectamente lo que pasa los viernes. Se demora en entrar, le está tratando de apuntar a la chapa,  debe venir curado, pensó Mirna. Un estremecimiento la recorre.

Ve a Ignacio entrar a tropezones.

─Hijita, te corto, llegó tu papá y otra vez viene mal.

Se levanta a sostenerlo y a ayudarlo a caer sentado en el sofá, pero él, de un manotazo, rechaza su apoyo.

─¿Saliste hoy también?  Apuesto a que sí. Te fuiste a encontrar con él, ¿no?

─Pero Ignacio, ¿hasta cuándo con lo mismo? Mirate cómo vienes, otra vez, yo no sé si te voy a seguir soportando, pareces enfermo mental, con la misma cantaleta otra vez. Vas a pasar mal todo el finde y yo esperando que se te pase la cura. Podríamos salir como antes, ¿no te acuerdas? La voz se le quiebra por la impotencia contenida.

Sus párpados le pesan y casi no puede abrir los ojos. Su hálito alcohólico invade la habitación, las venitas de su cara y nariz estan rojas, parece que van a estallar.

─Déjame solo, ándate con tu amante, pero después no esperes que te perdone –masculla con palabras que casi no se entendían. 

Mirna trae una manta, le sube las piernas, como peso muerto, sobre el sofá y lo tapa. Por lo menos,  esta vez no me golpeó, piensa aliviada, mientras Ignacio respira cada vez más profundo y cae en un pesado sueño de vaporosas alucinaciones.

Despierta a las cuatro horas con la boca seca, la lengua pegada al paladar y un agrio sabor. Se incorpora a duras penas, se hace un lío con la manta, que tira a un lado, en cuanto pudo. La casa esta a oscuras, solo se escucha el silencio de la noche.  Se dirige a la cocina, abre una lata de cerveza que toma con complacencia, sintiendo cómo ésta baja por su garganta, fresca y burbujeante. 

Mirna se hace la dormida para cuando él llega al dormitorio. Espera a que él se acueste y se mantiene tiesa, simulando un respirar acompasado, de profundo sueño.  Pero, a él no le importa nada, solo sus deseos. Carga su mano en la curva de la cintura y la da vuelta, como quien vuelca un saco. Ella se resitie, lo empuja sin moverlo un milímetro, mientras grita, no, no, por favor. Pero su fuerza no tiene igual. De un manotazo separa sus piernas. Ella deja de luchar. 

Las lágrimas corren por sus mejillas, dejando a su paso un tibio rastro salado. Se gira a mirarlo ¿Qué fue de aquel hombre al cual tanto quise? Con la punta de los dedos, seca sus lágrimas, toma una manta y se va al sillón donde permanece sentada con las rodillas en su mentón. Oye los primeros trinos que acompañan el frío amanecer, pero no le interesa.

Para cuando él se levanta, ella sigue allí con cada músculo contraido, en la misma postura. Ya no hay rastros en su cara de haber llorado, solo una mirada vacía, despojada de toda emoción, sin ningún rictus que delate sus sentimientos.

Las palabras secas emergen de su boca. Su voz sale ronca y áspera, más de lo que ella habría imaginado.

─Esto se acabó, yo ya no quiero estar cerca de ti, me haces daño, quiero que te vayas.

Ignacio la mira fijamente, como desconociéndola, se hinca a su lado, la abraza rodeándole las piernas por sobre la manta.

─Perdóname amor, no sabía lo que hacía. Tú sabes que te quiero más que a nada, no podría vivir sin ti, es que yo, sí, soy un bruto, pero te amo─ sus ojos  se curvan en una expresión de tristeza profunda y se ponen brillantes de lágrimas que pulsan por salir.

Así hincado en postura de arrepentimiento, la convence otra vez. Ella pensaba en que no tenía dónde ir, que lo amaba, que era su casa, entre otros útiles argumentos de resignación.

Mirna lo mira con ojos de vana esperanza, su revolución es acallada por lágrimas que salen a chorros.  Toma su cara húmeda, lo besa. Se besan, se abrazan, como tantas otras veces ya había sucedido. 

Un rencor creciente nace en su interior, como una llamita que no se apagará jamás. Acepta. Quiere creer que no se repetirá. Su corazón sabe con certeza que no lo dejará. Se encuentra en una espiral eterna de agresión, sometimiento y reconciliación que solo la muerte puede detener.

FIN

Patricia Kanacri

Fotografìa : Gloogle.

- Advertisement -spot_img