Los soldaditos

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El sacerdote entró sin preguntar para ayudar a los sobrevivientes, era una verdadera carnicería. La escuela estaba cubierta de un manto triste, aquel rojo sin piedad, señal de las graves matanzas que aún se registran en este país. Miró al piso y se encontró con el pequeño niño, lo alzó en sus brazos mezclados de sangre, de llanto y gritó con un dolor tan fuerte para que el mismo Dios viniera a salvarle.

Corría el mes de diciembre, el mes más esperado del pequeño Juanito, llegaba la Navidad y con ella los reyes magos, los sueños de este niño se llenaban de ilusión. En el árbol cada 25 de diciembre tenía la sorpresa: un nuevo juguete para su colección. Toda la familia se preocupaba de reunir los fondos necesarios para las compras de esa mágica noche, donde nuestro Juanito era el gran protagonista.

El tren de carga viajaba rápido, apremiaba el tiempo, debían llegar. La madre de Juanito estaba muy asustada, pero su esposo, en tono muy cariñoso, le explicaba que en la ciudad todo estaría bien, podrían ver el mar, bañarse, lograr dormir en un lugar más cómodo que esa humilde casa designada por los patrones.

–        Mamá, mamá -─ grito Juanito, se cayeron mis juguetes del bolsillo, ayúdame a buscarlos, no puede faltar ninguno, por favor ayúdame-. Lo pedía arrastrándose por todo el vagón del tren con mucha desesperación.

El inquieto niño logró encontrar uno de sus juguetes, pero su afán por rescatarlos no acababa, con su madre de pie buscando en el suelo y él arrastrándose por las pocas bancas que se apilaban una al lado de la otra, lograron encontrar sus siete tesoros.  Ya más tranquilos, ambos se sentaron en el suelo junto al padre para descansar y vigilar los traviesos juguetes que se escapaban de los bolsillos de su pantalón cortito.

 El viaje es largo y el calor en el norte del país, se hace sentir muy fuerte. No llevaban agua para beber, el agotamiento era mayor, pero sus ansias de ver el mar mitigaban toda esa locura de viajar por la pampa chilena, hasta llegar a la ciudad de Iquique.

Por fin el tren de carga arribó a su destino, eran muchas familias de trabajadores, de distintas nacionalidades, hermanos argentinos, bolivianos, peruanos y algunos españoles, todos mineros del salitre, todos buscando una buena oportunidad. Iban a la ciudad para pedir mejoras salariales, que les permitieran una vida más digna.

Los reunieron en la estación de la ciudad para llevarlos rumbo a la Escuela Domingo Santa María, donde les darían techo y comida. Sus ilusiones crecían, más aún al cruzar la agreste avenida donde a lo lejos se divisaba el mar. Entraron a la escuela, esperando hablar con las autoridades y llegar por fin a los acuerdos en sus petitorios.

La Escuela se veía grande a los ojos de los pequeños, Juanito estaba feliz, rápidamente encontró a Luis, su amigo argentino, José, un niño peruano, los tres vivían cerca en el campamento, su amistad era muy linda, jugaban todo el día. En la tarde ya conocían todos los rincones del lugar, ya habían explorado jugando, corriendo, sintiendo que estaban de fiesta y esperando la mañana siguiente para ir al mar, hacer hoyos, bañarse en el agua salada. A Juanito un amigo le explicó:

─- En la orilla del mar la arena está casi mojada, se pueden hacer hoyos, castillos, lo que quisieras -.

 El niño se imaginaba corriendo por la orilla dejando marcada sus huellas. Esa primera noche se arrancaron de las salas asignadas a cada una de sus familias, buscaban fantasmas o piratas sin cabeza, de pronto sintieron un ruido que les asustó mucho, la noche estaba en silencio, de la puerta de los baños una silueta se mostró, ellos trataron de huir, pero era otro pequeño niño un poco tímido y miedoso, bajito y de menor edad que los demás, por su acento, un hermoso niño boliviano.

Al día siguiente lo invitaron a jugar, pero Juanito aún no llegaba, de pronto lo encontraron montado sobre una vieja escoba, que estaba tirada en el patio, con voz fuerte Juanito, les dio una orden a sus amigos:

 – Soy el coronel, ¡vean mis botas, ustedes deben obedecer! ─-

 Y así comenzó el juego de los niños en el patio de la Escuela Domingo Santa María.

A la playa no pudieron ir, les dejaron cerrada la puerta de salida, los chicos no entendían por qué, pero con los soldaditos de madera de Juanito, la vieja escoba y las piernas de todos tiznadas de negro, pretendiendo ser las botas de soldados muy correctos, tejían lindas historias de los más grandes héroes y así los días pasaron para este mágico grupo de amigos.

Una entretenida mañana esperando ir a la playa y jugando en sus locas quimeras, se detuvo todo en un instante, sintieron verdaderos ruidos de sable, el tosco sonido de las herraduras de caballos, los pequeños corrieron a observar que sucedía, la reja permanecía aún cerrada. El entusiasmo era tan grande, sus piernas, con las botas pintadas en la piel, se deslizaban muy a prisa, Juanito, emocionado le entregó a cada amigo un soldadito de madera para ir a la batalla contra los malvados enemigos. Al acercarse los hombres mayores les pidieron que se resguardarán, tres de ellos los tomaron en los brazos para llevarlos a la sala donde estaban sus madres.

El ruido en un momento cambió, el estruendo de rifles disparando aumentó, los sables desenvainaron rompiendo todo a su paso y los sueños en las cabecitas de estos niños también. Los gritos de las madres y los hombres grandes fueron tan fuertes, ellos entendieron que algo malo pasaba, salieron de la sala sin orientación, sólo con el miedo de no saber lo que sucedía, afuera un manto de sangre y muerte cubría el patio. Un general del ejército de carne y hueso dio la orden de matar, los niños despavoridos corrieron a esconderse a la sala buscando protección, tiritaban por ese terror que les confundía. Al cabo de unas eternas y largas horas los pequeños llorando salieron de ese lugar buscando a sus familiares, dejando atrás los soldaditos que tanto los acompañaron. Corrían entre los cadáveres, cuando Luis, de pronto quedo atónito, vio al sacerdote gritando y llevando en sus brazos a Juanito ensangrentado, del que sólo se veía caer de su mano un pequeño juguete de madera sin navidades, sin un mar que le conociera, sin arena para dejar unas huellas.

 Dejo en esta tinta el sueño no menos real de uno de tantos niños muertos, el día cruel del 21 diciembre de 1907 en la Escuela Domingo Santa María de Iquique, matanza, que hasta hoy llora el pueblo obrero de Chile y los hermanos vecinos.  Perdón pido a todos los Juanito muertos ese día, a la memoria que casi los olvida; perdón pido al poeta español Antonio Ramon Ramon, por la venganza frustrada que lo llevo a tanto dolor; Perdón por a la justicia, por las matanzas en todo el mundo, cubriendo de gran desolación por siempre a esta humanidad que con tanta sangre destruyen los derechos de vivir en paz.

Lassù.


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